Comentario
España, después de la pérdida de la América continental, seguía siendo una potencia colonial, más por la situación de sus territorios que por la extensión de éstos.
La lejanía con respecto a la metrópoli era máxima en los dominios de la zona del Pacífico: el archipiélago de las Filipinas, así como los pequeños grupos de las islas Marianas, Palaos y Carolinas.
En América poseía dos islas clave del área antillana, Cuba y Puerto Rico.
La propia posición de la Península Ibérica, unida a las plazas de soberanía del Norte de África , permitía a España jugar una baza de potencia que era difícil de mantener por su debilidad en el concierto europeo. Algunos territorios más en zonas costeras: Río de Oro, Guinea y las islas de Fernando Poo y Annobón.
La escasa capacidad financiera, diplomática y militar española para defender estos territorios hará que nuestro país intente, a toda costa el mantenimiento del statu quo por parte de las potencias europeas frente a la presión de Estados Unidos en América y el Pacífico y el equilibrio interno entre ellas en lo que respecta a los territorios africanos y, singularmente, el Estrecho.
La política exterior española del período isabelino está más pendiente de los problemas de Ultramar que de los europeos en los que tiende a la neutralidad que, previsiblemente, le darían el apoyo de los principales Estados europeos en la política intercontinental. Además, España tenía que hacer frente a la administración y la resolución de los problemas internos de sus colonias. Para coordinar esta política había un alto organismo de Ultramar, con rango de Dirección General, que dependía directamente de la Presidencia del Consejo de Ministros. Tenía a su cargo todo lo relativo a las posesiones ultramarinas. Dependía de él el Consejo de Ultramar que debía emitir informe de algunos asuntos específicos. En todo caso, antes de aplicar una resolución que se refiriera a una posesión ultramarina concreta tenía que ser oído el Gobernador Capitán General de la misma. En 1858 se creó el Ministerio de Ultramar, que debido a problemas de presupuesto, independencia y continuidad de sus titulares resultó muy poco eficaz. A esta ineficacia se unió la falta de interés y conocimiento de los problemas coloniales por parte de los españoles en su conjunto, la escasa e incoherente atención que prestaron los partidos políticos mucho más preocupados por la política interna, la consideración de las colonias como una herencia que había que conservar por razones sentimentales y de prestigio como la familia que debe mantener una lejana casona de los antepasados. Salvo por individualidades que no lograron crear una auténtica opinión pública, no se percibió la importancia de estas colonias para abordar con fuerza el reparto del mundo que se estaba fraguando. Países más pequeños y con menos potencial económico, como Portugal, sí entendieron el momento.
En todo caso, por los intereses económicos de algunos influyentes personajes de la burguesía de los negocios española y por tradición histórica, hay dos territorios en Las Antillas a los que se prestará mayor atención: Cuba y Puerto Rico.
La esclavitud, un problema común, no sólo tenía vertientes morales, sociales y económicas sino que se convirtió en un problema internacional que complicó el panorama.
Hasta la aparición de la corriente independentista, España tuvo que hacer frente a la presión norteamericana. Durante años, la situación se salvó por el equilibrio. Gran Bretaña y Francia sostuvieron la presencia española para evitar la expansión de Estados Unidos, país que aceptaba el dominio español ante el temor de que Cuba se convirtiera en una isla británica.
A mediados de siglo, el azúcar cubano, de caña, encontró una competencia cada vez más fuerte en los mercados europeos por el auge del azúcar de remolacha, que se había introducido en Europa desde principios de siglo. Así, la producción cubana dependerá cada vez más del mercado norteamericano, al que se destina la mitad de las exportaciones. De este modo se explica que a mitad de la década de los cincuenta, empezara a perfilarse entre algunos criollos cubanos una tendencia anexionista a los Estados Unidos, donde todavía entonces se mantenía el régimen esclavista de los Estados del Sur.
Por su parte, desde mucho antes en Estados Unidos se pensaba en la conveniencia estratégica de la posesión de Cuba y en la posibilidad de comprar la isla a España. En España no se tuvo en consideración las diversas propuestas de compra.
En 1849 y 1851 tienen lugar los intentos secesionistas de Narciso López, fracasados por la falta de apoyo suficiente en el interior y el exterior de la isla, lo cual desacreditó temporalmente la idea del intento militar.
Estados Unidos vio frenadas sus aspiraciones durante muchos años (la primera mitad del siglo) por Inglaterra. Vino luego el paréntesis forzoso impuesto por la guerra de Secesión. Una vez terminada ésta, Estados Unidos renueva su acción.
Mientras tanto, en la zona oriental de la isla se empezaba a incubar un nacionalismo cubano, en el que se conjugaban dos elementos heterogéneos: Los criollos, blancos que aspiraban a la independencia, y los negros con el fin elemental de acabar con la esclavitud. El 10 de octubre de 1868 Carlos Manuel Céspedes se alzó cerca de Yara (El grito de Yara), iniciando una guerra que no terminó hasta 1878.
Por lo que respecta a Puerto Rico, desde 1822 hasta 1837, el Gobernador de la Isla, General Miguel de la Torre inició un período de poder casi omnímodo que coincidió con un progreso económico. La población aumentó hasta llegar a casi 360.000 habitantes en 1834. Aunque se produjo un aumento cuantitativo de los esclavos, siguió predominando el jornalero libre. Las explotaciones que generaron una mayor exportación, especialmente a Estados Unidos, fueron las de caña de azúcar. A este período corresponde la fundación del Seminario Conciliar (1832), primera institución educativa de la isla.
En 1837, las Cortes españolas decidieron que las provincias de ultramar serían regidas por leyes especiales y no por la constitución. Los sucesores de La Torre afianzaron el régimen autoritario. El Régimen de las Libretas, instaurado en 1849, reglamentaba la vida de los jornaleros agrícolas y los convertía en una servidumbre. Por otra parte, el miedo al contagio revolucionario provocó la restricción de libertades públicas.
Una nueva elite isleña empezó a organizarse a mediados del siglo. Este grupo reformista criollo se bifurcó entre los que deseaban la continuidad bajo bandera española y los que querían la República independiente. Coincidían en cambios como la supresión de la esclavitud. Precisamente los delegados de la isla, Acosta, Ruiz Belvis y Quiñones, que acudieron a Madrid en 1865 a una Junta de Información para estudiar posibles leyes especiales para Cuba y Puerto Rico, llevaban la abolición de la esclavitud como punto principal de su programa. La Junta no tuvo resultados inmediatos y los delegados volvieron decepcionados.
La circunstancia anterior no fue ajena al primer intento de independentismo, el Grito de Lores (23 de septiembre de 1868). La mayor parte de la elite criolla acogió con frialdad la revuelta.
La presencia en el Pacífico y en Asia era débil y poco rentable para España desde el punto de vista económico. El interés de Las Filipinas estaba más en el futuro, en cuanto que podría servir como base para su influencia en el mercado continental asiático. El problema se derivó de que ese interés era igualmente compartido por Estados Unidos y otros países europeos como Francia, Gran Bretaña, Prusia, Portugal y Holanda.
Los enclaves de Las Carolinas, Marianas y Palaos de momento no eran tan codiciados como Las Filipinas, pero su posición los hacía especialmente interesantes como bases de aprovisionamiento para diversas rutas hacia Asia.
En todo caso, para la administración y la mayor parte de la población española, los archipiélagos del Pacífico apenas contaron hasta los años cincuenta en que empezó a despertarse un cierto interés sobre Filipinas.
Uno de los empeños mayores de los gobernadores españoles fue mejorar los servicios esenciales y las comunicaciones. Los correos mejoraron notablemente. Igualmente se fomentaron las obras públicas, de modo especial los caminos y puentes. Uno de los principales problemas de las Filipinas era la diversidad de etnias y su dispersión. El archipiélago, con una extensión aproximada de 300.000 Km2, está formado por más de siete mil islas de las que once ocupan el 95% de la superficie. Hasta los años treinta del siglo XIX, las autoridades españolas habían centrado su actuación en Manila y sus alrededores. La actividad de los gobernadores se amplió hasta lograr, en los años sesenta, implantar la soberanía española en casi todas las islas. Como ya había ocurrido en los siglos anteriores y hasta 1869, las autoridades civiles se sirvieron de las órdenes religiosas, especialmente dominicos, agustinos y jesuitas, que se convirtieron en la figura principal española (a veces única) en la mayoría de los pueblos y ciudades. En sus manos estaban prácticamente todos los medios de enseñanza y cultura.
La historia del siglo XIX está marcada por los acontecimientos de la Península. La situación de la metrópoli en la guerra de la independencia y la emancipación de Nueva España, de la que dependía Filipinas, produjo una disminución de los lazos con España entre los indígenas. Desde entonces pasaron a depender directamente de la Península. Por otra parte, el conflicto entre liberales y absolutistas en el reinado de Fernando VII tuvo su correlato entre los militares de Filipinas.
Las insurrecciones de los nativos fueron constantes desde 1812. La principal de ellas tuvo lugar a principios de los años cuarenta en la Isla de Luzón, promovida por una cofradía de indígenas que había fundado Apolinario de la Cruz. Aunque las tropas españolas, dirigidas con energía por el General Oraa, vencieron a los tagalos y su jefe murió fusilado, el espíritu de rebeldía permaneció vivo hasta 1898.
La debilidad española fue aprovechada por los piratas malayos, especialmente en las islas de Borneo, Joló y Mindanao, que apresaron a más de 6.000 personas entre 1828 y 1836. La lucha de los españoles contra los piratas fue llevada a cabo por los gobernadores Narciso Clavería (1844-1849) y Antonio de Urbiztondo (1850-1853). Este último dirigió una campaña en la isla de Joló consiguiendo el reconocimiento de la soberanía española por los caciques locales. En la isla de Mindanao la insurrección se prolongó hasta el fin de la época española.